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martes, 31 de mayo de 2016

EN MIS RATOS LIBROS (XII): "EL ALMA DEL ATEÍSMO" (André Comte-Sponville)

Los ateos, por prejuicios, suelen ser tildados de materialistas, superficiales, insensibles, deshonestos... Y nada más lejos de la realidad. La ética no depende de la fe en Dios. Tiene que ser autónoma y no estar sometida al teísmo, como reivindica el naturalismo. Negar la existencia de Dios no lleva a una persona a comportarse de modo inmoral. Tampoco es cierto que el ateísmo conduzca al relativismo moral y al nihilismo. Un ateo también se conmueve viendo una puesta de sol, se emociona observando el cielo estrellado, se enamora, se preocupa por el prójimo, cumple con las leyes y hasta puede sentirse atraído por la espiritualidad y la mística.

Ciertas sociedades, como la norteamericana, estigmatiza al ateo. Está muy mal visto. Y no digamos en los regímenes islámicos, en los que se persiguen, se torturan y se asesinan a los no creyentes. El ateísmo sigue siendo algo minoritario, pero resulta llamativo cómo en occidente está creciendo el número de ateos y agnósticos (según las encuestas, el 45% de los británicos no cree en Dios; en España, la cifra de no creyentes alcanza ya casi el 30%). Además, muchos creyentes no son practicantes y viven totalmente ajenos a la cuestión religiosa, siendo tan indiferentes como los ateos. Se calcula que en el mundo hay cerca de 800 millones de personas que no creen en Dios. "En una sociedad saludable se tiende al ateísmo generalizado y la inseguridad social a una amplia difusión de la fe en Dios", señala el catedrático de Sociología Phil Zuckerman. Parece ser que en aquellas sociedades donde hay una buena distribución de alimentos, un sistema de sanidad pública y acceso a viviendas dignas, la religiosidad disminuye. Y al revés, en aquellas sociedades donde hay escasez de alimentos y vivienda y la vida es menos segura, las creencias religiosas están más arraigadas. Según el Informe sobre Desarrollo Humano, elaborado por la ONU en 2004, los países que ocupaban los cinco puestos superiores en términos de desarrollo humano general (esperanza de vida, tasas de alfabetización de adultos, renta per capita y logros educativos) eran Noruega, Suecia, Australia, Canadá y los Países Bajos. En estos países, se registran elevadas cotas de ateísmo. En otros estudios, como el llevado a cabo por Fox y Levin en el año 2000, se descubren que los países con elevadas tasas de homicidios son muy religiosos y tienen muy bajos niveles de ateísmo, mientras que los países con las tasas más bajas de homicidios tienden a ser países laicos con altos niveles de ateísmo. Creo que estos datos son muy significativos y destruyen muchos tabúes en torno a la presunta malignidad del ateísmo.

Precisamente, uno de los argumentos defendidos por los ateos para cuestionar la existencia de Dios —además de sustentar que las interpretaciones sobrenaturales no explican los mecanismos causales que rigen la naturaleza, ni la hipótesis del diseño inteligente explica los fenómenos biológicos— es lo injustificado que resulta tanto sufrimiento en el mundo. El ateo afirma que, si existiera Dios y tuviera esa infinita misericordia que los teístas le atribuyen, es improbable que hubiera en el mundo tanto mal y tanto sufrimiento gratuito (sin duda, se trata de un problema teológico irresoluble, por lo que de poco sirve la teodicea agustiniana). La cosa se complica aún más cuando vemos que la mayoría de delincuentes y criminales que cumplen condena son creyentes y quienes más se oponen a la pena de muerte son los que carecen de creencias religiosas (el 75% de los católicos está a favor de la pena de muerte). Otras encuestas apuntan a que los ateos o agnósticos están más dispuestos a ayudar a los pobres que los que se consideran religiosos. Por tanto, tampoco la fe en Dios contribuye mucho a mejorar este mundo. Es, pues, insostenible pensar que la moralidad requiere necesariamente de un soporte religioso (sabemos, además, lo castrante y represiva que ha sido siempre la moral judeocristiana). En este sentido, no puedo estar más de acuerdo con el filósofo David O. Brink"Debemos reflexionar sobre cómo puede la moralidad ayudar a la religión. Lo que ya no es tan evidente es en qué puede ayudar la religión a la moralidad"

Dicho lo anterior, lo cual he considerado necesario antes de entrar en materia, me centro ya en la excelente obra que deseo recomendar en esta ocasión. Se trata de El alma del ateísmo (Paidós, 2006), del filósofo francés André Comte-Sponville. La leí nada más publicarse y me sentí muy identificado con la visión ateísta del autor, tan reflexiva y próxima a la espiritualidad, profundamente respetada por él, como se aprecia cuando advierte que "la espiritualidad es demasiado importante como para dejarla en manos de los fundamentalismos". No es de extrañar, pues, que aborde la posibilidad de vivir bien sin religiones. No busca erradicarlas, pues considera que forman parte de la historia, la sociedad y el mundo, pero sí de combatir el oscurantismo, el fanatismo y la superstición que las nutren. ¿Cómo? Mediante el laicismo. "Todavía es necesario que esta laicidad no sea un cascarón vacío ni una forma elegante de amnesia o de negación, a modo de un nihilismo refinado", sostiene.

Este autor se educó en el cristianismo, creyó en Dios, aunque le asaltaban serias dudas. Hasta que a los 18 años perdió por completo la fe. "Fue como una liberación: ¡todo se volvía más simple, más ligero, más abierto, más fuerte! (...) ¡Qué libertad! ¡Qué responsabilidad! ¡Qué júbilo! Sí, desde que soy ateo, tengo la sensación de que vivo mejor: más lúcidamente, más libremente, más intensamente", asegura. Sin embargo, no hace proselitismo ateo. "El ateísmo no es un deber ni una necesidad. Tampoco, la religión. Lo que tenemos que hacer es aceptar nuestras diferencias", agrega.

El libro remueve neuronas e invita a la reflexión, a revisar nuestras ideas obsoletas, a cuestionar lo sobrenatural, pero admitiendo a su vez que estamos rodeados de misterios, de magia, de belleza... "Prefiero aceptar el misterio como lo que es: la parte ignota o incognoscible que envuelve cualquier conocimiento y cualquier existencia, la parte inexplicable que implica o con la que se topa cualquier explicación". Frase para enmarcar. Pues sí, aceptemos nuestra incapacidad para explicar hechos que escapan a nuestra lógica, que nos resultan incomprensibles. Pero no usemos en vano el comodín de Dios o de lo sobrenatural para disimular nuestra ignorancia. "Llamar a este misterio 'Dios' es una fácil manera de tranquilizarse sin hacerlo desaparecer", arguye. Y opta por el silencio frente al silencio del universo: "El universo constituye un misterio suficiente. ¿Qué necesidad habría de inventar otro?". Hay algo de misticismo en sus palabras, qué duda cabe. El filósofo David Hume observó que, en ocasiones, el misticismo y el ateísmo se confunden, cuando se refieren, sobre todo, a la imposibilidad de definir lo trascendente, pues todo lo que se diga sobre Dios, lo Absoluto, la Eternidad, etc. lleva la carga del antropomorfismo. El silencio es la mejor opción. Nietzsche afirmó: "Soy místico y no creo en nada". Otro filósofo, Alexandre Kojève, llegó a decir: "Toda mística auténtica es de hecho más o menos atea". Sponville incluso ha protagonizado algunas experiencias muy parecidas a las descritas por los místicos y no se ruboriza a la hora de contarlas en su ensayo. Es lo que Freud llamó el "sentimiento oceánico". "Sí, yo he vivido eso, como muchos de nosotros, y nunca experimenté luego nada más intenso, ni más deleitoso, ni más perturbador, ni más tranquilizador —admite Sponville. ¿Un éxtasis? Yo no utilizaría esta palabra: ya no habría un afuera hacia el cual salir. Más bien un éntasis: la experiencia de una interioridad (pero que me contiene y que yo no contengo), de una inmanencia, de una unidad, de una inmersión, de un adentro. ¿Una visión? En todo caso no en el sentido en que se entiende ordinariamente. No he vivido nada más simple. No he vivido nada más natural. ¿Un misterio? Sin duda, pero indisociable de una evidencia. ¿Una revelación? Si se quiere. Pero sin mensaje ni secreto". Por eso, según él, la espiritualidad es fundamental incluso para los ateos. No puede ser monopolizada por la religión, máxime cuando muchas veces hace un uso indebido e incorrecto de aquella. "Es el aspecto más noble del hombre, o más bien su función más elevada, que nos convierte en algo distinto a las bestias, más y mejor que los animales que también somos", enfatiza. Por tanto, carecer de religión no es una razón para renunciar a una vida espiritual. 

Según Sponville, no es necesario creer en Dios para pensar que la sinceridad es preferible a la mentira, que la generosidad es preferible al egoísmo y que la compasión es preferible a la crueldad. Quien carece de fe lo sabe exactamente igual que quien posee fe. "Se tenga o no una religión, esto no le exime a uno de respetar al otro, su vida, su libertad y su dignidad", afirma. Se trata de actuar humanamente, y no guiados por supuestos dictados celestiales. ¿Qué valor moral tendría no cometer injusticia por temor a un castigo divino? ¿O en hacer el bien pensando en la salvación en vez de actuar por deber o por amor? "Lo que da valor a una vida humana no es la fe, tampoco la esperanza, sino la cantidad de amor, de compasión y de justicia de que somos capaces", subraya el autor. 

A pesar de su ateísmo, reconoce sentirse atraído por el budismo y el taoísmo (especialmente, por el zen). Sus adeptos, aduce, no constituyen tanto Iglesias como escuelas de vida o sabiduría. Son una mezcla de espiritualidad, moral y filosofía. "Buda, Lao-Tsé o Confucio no son dioses ni apelan a ninguna divinidad, a ninguna revelación, ni a ningún Creador personal o trascendente. No son más que hombres libres o liberados. No son más que sabios o maestros espirituales", explica. También se interesa por el panteísmo spinozista: "Deus sive Natura" ("Dios, o sea, la Naturaleza"), más próximo al ateísmo que a la religión. Para Sponville, la gran pregunta es la que efectuó Leibniz"¿Por qué hay algo y no más bien nada?". Una pregunta que carece de posible respuesta, pero que resulta fascinante y estimulante y que nos remite a lo que Sponville llama "el misterio del ser". "Nos despierta de nuestro sueño positivista. Sacude nuestros hábitos, nuestras familiaridades y nuestras pretendidas evidencias. Nos arranca, al menos, durante un tiempo, de la aparente banalidad de todo, de la aparente normalidad de todo. Nos devuelve al primer asombro: ¡hay algo y no nada!", sugiere.

No le cuesta admitir que los ateos no tienen pruebas de la inexistencia de Dios. Pero asegura que el asunto es menos embarazoso para el ateísmo que para la religión, no solo porque la carga de la prueba incumba a quien afirma, sino además porque "solo se puede probar, en el mejor de los casos, lo que es, y no, a escala del infinito, lo que no es". Tampoco se puede probar que Papá Noel no existe, añade. Y concluye que la ausencia de prueba sobre la existencia de Dios es un argumento contra cualquier religión teísta. "Si esto no es todavía una razón para ser ateo, es como mínimo una para no ser creyente". Confiesa que su principal razón para no creer en Dios es carecer de cualquier experiencia de él. Reconoce que es un argumento simple, pero uno de los más fuertes. "Nadie apartará de mi cabeza que, si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más", alega. ¿Qué motivo tendría Dios para ocultarse? ¿Acaso es compatible la idea de un Dios que se oculta con la idea de un Dios Padre? Según Sponville, si Dios se oculta para preservar nuestra libertad sería suponer que la ignorancia es un factor de libertad. Además, desde un punto de vista teórico, la creencia en Dios equivale a tratar de explicar algo que ignoramos —por ejemplo, el origen del universo y de la vida— con algo que entendemos aún menos: Dios. "El conocimiento es lo que nos libera, y no la ignorancia", puntualiza. Precisamente, ahí radica el espíritu del laicismo.

Considera, asimismo, que somos criaturas mediocres, insignificantes. No somos nada en relación a la vastedad del universo. "Digamos que carezco de una idea demasiado elevada de la humanidad en general, y de mí mismo en particular, como para imaginar que Dios sea la causa tanto de esta especie como de este individuo. Por todas partes, ¡hay tanta mediocridad! ¡Tanta bajeza!", afirma. Somos ridículos e imperfectos, en caso de haber sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Resulta poco factible que unas criaturas tan defectuosas como somos, hayamos sido concebidas por un Creador perfecto, omnisciente y omnipotente. Por tal motivo, manifiesta que "creer en Dios es un pecado de orgullo. Sería atribuirse una gran causa para un efecto tan pequeño. El ateísmo, al contrario, es una forma de humildad"

En suma, estamos ante una obra profunda, pero a la vez sencilla, esclarecedora y transgresora, que pretende exponer las ventajas de una espiritualidad laica, sin Dios, sin dogmas y sin Iglesia. Quizá, eso sea el remedio para alcanzar una convivencia pacífica, alejada de las barbaries que durante siglos han cometido las religiones en nombre de Dios, una lacra que aún persiste en pleno siglo XXI.


ANDRÉ COMTE-SPONVILLE
(Por Moisés)

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