La espiritualidad y, por ende, las experiencias espirituales están
íntimamente ligadas al ser humano desde la noche de los tiempos. El trance —que,
en definitiva, no es más que un estado
alterado de conciencia— ha sido un aspecto crucial en el origen de lo
espiritual. El hombre conecta por esa vía con lo trascendente. Al menos, eso es
lo que se ha creído siempre. Pero surge una pregunta: ¿existe un mundo
espiritual o estamos ante experiencias generadas por el cerebro y que
interpretamos desde una óptica religiosa? Si es fruto de la actividad cerebral,
¿qué tiene que decirnos la moderna neurobiología? En la actualidad, hay
trabajos científicos muy reveladores en este sentido. Recomiendo consultar las
aportaciones realizadas por neurólogos como Michael Persinger y Francisco
J. Rubia sobre el papel que juega el lóbulo temporal en relación a las
experiencias espirituales. De hecho, hoy ya se habla de neuroteología para referirse al estudio de lo espiritual desde una
base neurológica.
Alguien que también se ha acercado a este fascinante problema científico
es Ramón María Nogués, catedrático
emérito de antropología biológica de la Universidad Autónoma de Barcelona,
especialista en neurobiología evolutiva y, además, presbítero. Tiene dos libros
extraordinarios: Dioses, creencias y
neuronas (Fragmenta, 2011) y Cerebro
y trascendencia (Fragmenta, 2013). Es un hombre creyente, pero también un
hombre científico. Reconoce que el conocimiento humano es limitado y que es
realmente imposible llegar a conocer todo lo existente. Ni siquiera —asegura—
podemos llegar a tener un conocimiento completo de nosotros mismos. Al hablar
de Dios, dice algo muy interesante: "La
gente religiosa puede reclamar a la ciencia que no excluya a Dios, pero no le
puede reclamar que lo admita. Simplemente, la ciencia no es competente en el
tema de Dios, porque Dios está en el orden de la razonabilidad general pero no
en el de la racionalidad restrictiva. Si un científico afirma o niega a Dios no
lo hace desde la racionalidad restringida de la ciencia, sino desde su derecho
a opinar sobre la razonabilidad general". Así pues, el neurólogo puede
explicar qué mecanismos cerebrales se ponen en marcha durante una experiencia
espiritual o mística, pero no por ello deducir que Dios no existe; del mismo
modo que tampoco puede deducir lo contrario. Un neurólogo es creyente o ateo
independientemente de su labor científica. La existencia de Dios es, pues, un
asunto que está totalmente al margen de la ciencia. Como bien señala a este
respecto el doctor Rubia, "la
neurociencia no busca a Dios en sus estudios sobre este tema, sino las fuentes
de la espiritualidad en el cerebro".
Lo que está claro para Ramón María Nogués es que la religión —cuya
aparición podemos situarla en el paleolítico superior— ha sido un elemento
clave en la evolución humana, llegando a ser esencial en la supervivencia de
nuestra singular especie y como fuerza de cohesión grupal. "Los análisis del hecho religioso que hace no muchos decenios
tendían a considerar la aparición de la religión como un signo de compensación
derivado de la debilidad de un mundo arcaico, hoy se orientan más hacia la
consideración de la religión como un hecho concomitante del proceso de
hominización, y en muchos casos como uno de los elementos de cohesión del
mencionado proceso. Es el resultado de interpretar este hecho religioso como
una adaptación positiva seleccionada por el proceso evolutivo darwinista",
aduce.
He de destacar lo que comenta respecto a las investigaciones sobre las
bases neurogenéticas de la espiritualidad. Y cita para ello al genetista Dean Hamer, autor de un ensayo titulado
The God gene (2004). "Hamer cree que puede identificar un
grupo de genes codificadores de las monoaminas, que son neurotransmisores (como
la serotonina y la dopamina), relacionables con la espiritualidad, tal como él
lo acota. Seleccionó nueve genes de entre todos los que estudió, y
específicamente las variantes del gen VMAT2 (…) Los genes que predisponen a las
actitudes espirituales desempeñarían en la selección natural el papel de dotar
a los humanos de un sentido innato de aceptación positiva de la realidad",
explica.
Asimismo, reconoce que el lóbulo temporal merece mucha atención en
estudios de estados mentales singulares vinculados con la religión, "y referidas a estados de conciencia
alterados como los que se dan en situaciones religiosas intensas". Añade
que todo ello se completaría con los estados emocionales dependientes del
sistema límbico, y concretamente de la amígdala y del hipocampo, muy
relacionados con la memoria.
Nogués resalta que la epilepsia también ha llamado la atención de
ciertos neurólogos que estudian el fenómeno religioso, ya que "algunos fenómenos epilépticos,
especialmente los relacionados con el lóbulo temporal, dan lugar —en los
individuos que los sufren— a síntomas diversos, entre los cuales no es
infrecuente la hiperreligiosidad, experiencias místicas, conversiones
repentinas o sentimientos de hallarse a expensas del destino".
Curiosamente, la epilepsia provoca intensos estados creativos (fenómeno
conocido como hiperia y que podría
haber estado presente en ilustres místicos como Ignacio de Loyola, Teresa de
Jesús, Hildegarda de Bingen, Juan de la Cruz, etc.)
Quiero destacar, por último, que ambas obras son fundamentales para
conocer bien qué relación y qué diferencia hay entre espiritualidad y religión,
y si podemos hablar de una espiritualidad laica y atea; también abordan el
papel desempeñado por las religiones monoteístas en materia sexual y el
patriarcalismo que las caracteriza; las diversas modalidades y dimensiones de
la trascendencia; la emergencia del yo, etc. En definitiva, estamos ante dos
excelentes ensayos que nos adentran en el amplio universo de lo espiritual
desde el ámbito de las neurociencias, aunque también desde las ciencias
humanas.
(Por Moisés)
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