¿Puede un ateo ser una persona espiritual? ¿Podría sentir incluso algo
parecido a una experiencia mística? El filósofo francés André Comte-Sponville así lo cree. En su excelente ensayo EL ALMA DEL ATEÍSMO. INTRODUCCIÓN A UNA
ESPIRITUALIDAD SIN DIOS (Paidós, 2006) nos habla detalladamente de las
diferencias entre religión y espiritualidad, de la importancia de una
espiritualidad laica y de la necesidad de luchar contra el fanatismo religioso,
tan pernicioso para la convivencia humana.
Es habitual pensar que los ateos son personas materialistas. También
es una idea muy compartida considerar que los creyentes son personas
espirituales. Pero no necesariamente es así. Fe y espiritualidad no siempre van
de la mano (creo que rara vez lo hacen). Se puede tener fe y ser, a la vez,
materialista e inmoral. La fe no nos hace mejores, lo mismo que el ateísmo no nos
hace peores. "Tan cierto es que un ateo puede ser virtuoso como que un
creyente puede no serlo", señala Comte-Sponville. Para él, carecer de
religión no es una razón para renunciar a toda vida espiritual. Otra idea falaz
muy extendida es pensar que la religión contribuye a un mundo mejor. Si echamos
un vistazo a la historia, podemos observar que más bien ha sido lo contrario.
Con razón, este filósofo afirma que "la espiritualidad es demasiado
importante como para dejarla en manos de los fundamentalismos".
Comte-Sponville nació en el seno de una familia cristiana. Él también
creyó en Dios, pero a los 18 años perdió la fe. "Fue como una liberación:
¡todo se volvía más simple, más ligero, más abierto, más fuerte! (...) ¡Qué
libertad! ¡Qué responsabilidad! ¡Qué júbilo! Sí, desde que soy ateo, tengo la
sensación de que vivo mejor: más lúcidamente, más libremente, más intensamente",
confiesa. Pero aclara que él no hace proselitismo ateo: "El ateísmo no es
ni un deber ni una necesidad. Tampoco la religión. Lo que tenemos que hacer es
aceptar nuestras diferencias". Recuerda que no hace falta creer en Dios
para saber cultivar valores como la sinceridad, la generosidad, la compasión y
la justicia. "Dejar de creer en Dios, ¿implica necesariamente convertirse
en un cobarde, un hipócrita, un canalla? ¡Por supuesto que no!", asevera.
Y es que la moral no surge ni depende de la fe. "¡No por haber perdido la
fe vais de pronto a traicionar a vuestros amigos, robar o violar, asesinar o
torturar!", exclama. De hecho, habría que preguntarse si muchos creyentes
hacen el bien llevados por el temor a un castigo divino y no porque lo sientan
de verdad. La auténtica moral ha de ser autónoma, libre, desinteresada y ajena
a todo egoísmo.
ANDRÉ COMTE-SPONVILLE |
Sobre la creencia en Dios, considera que, desde un punto de vista
teórico, equivale siempre a querer explicar algo que no se entiende —el mundo,
la vida, la conciencia— mediante algo que se entiende aún menos: Dios.
"Existe lo desconocido, y esto es lo que permite que la ciencia progrese.
Siempre existirá lo desconocido, y es lo que nos aboca al misterio. Pero ¿por
qué este misterio habría de ser Dios? (...) Prefiero aceptar el misterio como
lo que es: la parte ignora o incognoscible que envuelve cualquier conocimiento
y cualquier existencia, la parte inexplicable que implica o con la que se topa
cualquier explicación", manifiesta. Ciertamente, no sabemos —y quizá nunca
sepamos— por qué hay algo y no más bien nada. Tenemos muchas incógnitas a
nuestro alrededor. La ciencia trata de responder a muchas de ellas, pero le
resulta imposible responder a todas, y mucho menos a las grandes preguntas. Aun
así, hay que seguir explorando, investigando, buscando las raíces profundas de
las cosas. Asumamos que el misterio forma parte de nuestra existencia. Pero
como sostiene Comte-Sponville, "llamar a este misterio 'Dios' es una fácil
manera de tranquilizarse sin hacerlo desaparecer". Aparte, considera que
hay demasiado mal en el mundo, demasiados sufrimientos, demasiadas injusticias
y demasiada poca felicidad, algo inverosímil con la idea de un Dios
todopoderoso e infinitamente bueno. Otro argumento con el que justifica su
ateísmo es la mediocridad y la bajeza del ser humano. "Digamos que carezco
de una idea demasiado elevada de la humanidad en general, y de mí mismo en
particular, como para imaginar que Dios sea la causa tanto de esta especie como
de este individuo", reconoce. Para él, creer en Dios es un pecado de
orgullo. Sería atribuirse una gran causa para un efecto tan pequeño. El
ateísmo, al contrario, es una forma de humildad. Es admitir que somos hijos de
la tierra. No obstante, reconoce haber experimentado ciertas experiencias místicas
—la primera a los 25 o 26 años—, sintiendo una especie de plenitud espiritual,
una unidad con el universo, algo inefable, profundo y enriquecedor: "Lo
que viví aquella noche, y lo que otras veces llegué a vivir o a rozar, es como
una verdad sin palabras, como una conciencia sin ego, como una felicidad sin
narcisismo". Confiesa que algo se modificó en él con relación al tiempo;
fue como una apertura al presente, al tiempo que pasa y que permanece, a la
eternidad del devenir... Estas experiencias modificaron su vida cotidiana,
volviéndola más feliz, transformando su relación con el mundo y con los demás. Quizá
lo vivido por este filósofo tenga que ver con lo que afirmó otro filósofo, el
gran Nietzsche: "Soy místico y no creo en nada".
Lea este excepcional libro, sea usted creyente, agnóstico o ateo.
Tendrá otra visión muy distinta del ateísmo y apreciará el valor de la
verdadera espiritualidad, tan distinta de aquella que suele disfrazarse de
religión.
(Por Moisés)
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